lunes, 6 de diciembre de 2010

Entrando en calor, bajo la lluvia.

Un auto azul atraviesa la calle. Llueve. Hay truenos y relámpagos y no es de noche todavía. Atardecer de un día agitado.
El metal mojado del coche es un espejo oscuro donde se reflejan los edificios, los transeúntes apurados, los paraguas. En ese espejo todo es purificado en el azul que hermana piedra, carne y agua.

Mi sombrero me protege la cara de la lluvia. Por momentos, una cortina plateada se despliega frente a mis ojos. Espero.
Dentro mío, un paisaje muy distinto se va desenvolviendo a sí mismo: células, vasos y venas, el hueso casi inmortal y en algún lugar también siento, deseo, sufro, acepto. La llama está viva.
Me duele la cabeza y siento algo de hambre. Torta y un café con leche. Pero los pies no quieren moverse; no hay acción. Sin embargo...

Siempre que fui, volví, me digo, y camino por el bosque desconocido.
Si hay un sendero, es que alguien lo transitó alguna vez. Los árboles están bastante separados: veo el cielo y el horizonte entre ellos. Un día perfecto en ningún lugar.

Una extraña liviandad premia mi caminata y pienso que estas drogas de diseño son realmente buenas; y además originales, vienen incluídas en el diseño original: yo.
Nada me impide desear que el bosque termine; y termina: sólo pradera verde, otoñal, cálida, y cielo azul con una nube. El sonido del viento entre los pastos, algún pájaro.
Siento que puedo hacer que esto dure para siempre...¿quiero? No.
Pero incluír más elementos es complicado.
Ahora siento el calor del sol en mis mejillas...¿o es mi propio calor?

Instantáneamente tomé una decisión: dejaré que este mundo sea.
Ajá. ¿Y entonces?
No pasa nada. Mismo pasto, mismo cielo, mismo silencio.
Bueno, una decisión por día está bien para empezar. Sigo caminando.
Puse un mar detrás de aquella colina; mi querido mar, mi querida arena, mi agua salada.
Me doy cuenta de que esto es un retorno: volví a esta playa. Y ahora hago bajar un poco al sol, y ya es el atardecer. El aire está más fresco.

Sin otros seres humanos por ahora, gracias.
No, tampoco animales más grandes que una gaviota, gracias de nuevo.
Voy simplificando. Oscurezco.

Lo que sí me gusta es preparar un fuego cerca del agua. Por allí veo unos matorrales y algunas ramas caídas. Ahora miro el fuego y las chispas que se elevan en el aire quieto, en este otoño al lado del mar. El calor del fuego.

Después de un rato, tu presencia es tan evidente que tengo que crearte un lugar aquí al lado mío, frente al fuego. Entonces aparecen dos puntos de luz en la oscuridad: tus ojos que miran las llamas. Mi brazo derecho, el que uso para escribir esto, siente el calor de tu brazo izquierdo.

Llueve en la ciudad, donde todo es azul gracias al auto azul. La escena transcurre muy lentamente; las gotas se demoran en el aire y hacen piruetas antes de caer entre las baldosas. El pavimento mojado es el lomo de un gigantesco animal enjoyado. Respiro el aire húmedo...adentro/afuera... adentro/afuera...
Hoy estoy haciendo de Rosario una ciudad al lado del mar, porque estas baldosas se apoyan en la arena y porque esa fogata en la playa es real dentro de mi abrigo impermeable.

Nada ha cambiado, sólo que en la última media hora me brotó otra playa más, otro cielo, y... ya perdí la cuenta. Y se me terminaron las ocurrencias, aunque conservo el calor en mis mejillas.

Esos ojos universales, esos ojos tan otros, están en algún lado, lejos, lejos de mis deberes de ciudadano común y de generador de universos.

Y si no hay un auto azul en la lluvia, ahora, en algún lado, debería haberlo.

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